viernes, 2 de octubre de 2009

DÍA 1. Comienza la búsqueda

Por fin en la tierra.

Después de ocultar mi nave en un lugar seguro me dirijo a la ciudad más próxima, ubicada en algún punto de Occidente, que es una parte del planeta que está al Oeste (o al Este) de Oriente. La especie dominante en este lugar es la especie humana, una rara estructura orgánica cubierta de pelos, a medio camino entre un animal y un autómata, cuyo principal líder es alguien al que todos llaman Dios.
Empiezo a buscar a ese tal Dios.
Recorro la ciudad durante cuatro horas, pero sin éxito. La ciudad es enorme y huele mal. Para agilizar mi búsqueda, me detengo frente a un hombre que parece poseer un nivel de mansedumbre alto y le pregunto por el paradero de Dios.
Me manda a la mierda.
Después paro a una anciana y le pregunto lo mismo. Esta vez no soy mandado a la mierda, pero se aleja deprisa de mí, como si fuera a hacerle daño.
Es extraño, pero parece que nadie quiere ayudarme. Y esto no es debido a mi aspecto venusiano, pues tuve la precaución, entes de salir de la nave, de adoptar la apariencia física de un ser humano corriente con objeto de no despertar la curiosidad de la fauna autóctona. Mis medidas ahora son: 179 centímetros de altura; perímetro craneal 56 centímetros; 74 kilos de peso. Un auténtico alienígena, vamos.
Detengo a un señor y le interrogo. Por primera vez alguien me responde.
–Dios está en todos sitios –dice–. Dios lo es todo. Un árbol, una montaña, una mariposa; todo.
Le doy las gracias y me dirijo a un tubo vertical de metal conocido como farola.
–¿Dios? –pregunto; pero no obtengo respuesta. Insisto, pero empiezo a sospechar que me han tomado el pelo.
Unos niños me ven tratando de comunicarme con Dios y empiezan a tirarme piedras.
Me teletransporto a la otra punta de la ciudad.
Sigo caminando durante cuatro horas más, interrogando a los humanos con idéntico resultado, salvo por una anciana que, además, me ha golpeado con su bolso y me ha llamado blasfemo, que por la forma de decirlo debe ser algo parecido a un delincuente peligroso.
Me detengo. No puedo dar ni un paso más. Llevo toda la mañana buscando a Dios. No termino de acostumbrarme a mi nuevo cuerpo. Además, tengo los ojos irritados, la nariz obstruida, y me pesan las piernas. En estas condiciones es mejor aplazar la búsqueda hasta mañana.
Me introduzco en una cabina telefónica y me teletransporto hasta mi nave. Me desvisto. El fracaso pesa en mi ánimo.
Echo de menos Venus.